Blog de Aula del profesor MANUEL MUJERIEGO para la asignatura de HISTORIA de 2º de Bachillerato del IES Maestro Juan Rubio de La Roda (Albacete).

sábado, 30 de enero de 2010

BLOQUE 3. CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN Y CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1868-1902). TRANSFORMACIONES Y CAMBIOS SOCIALES EN EL XIX Y EL 1ER 1/3 DEL XX

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TEMA 5. EL SEXENIO DEMOCRÁTICO (1868-1874). ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN EL SIGLO XIX.


Constituye el primer intento por establecer en España una democracia en los términos en lo que era entendida en el siglo XIX, es decir, basada en el sufragio universal masculino. Se abordaron novedosas fórmulas políticas y sociales más allá del liberalismo (democracia, república y federalismo) para integrar a las masas populares en el nuevo Estado nacional.
La experiencia, no obstante fracasó. Como consecuencia, varias generaciones de políticos e intelectuales españoles debatieron durante las décadas siguientes el propio ser de España y la manera de incorporar a la política a todas las clases sociales.

LA REVOLUCIÓN DE 1868, EL GOBIERNO PROVISIONAL Y LA REGENCIA.
El origen del Sexenio es la Revolución de septiembre de 1868, conocida por sus partidarios como La Gloriosa o La Septembrina. Se inició con un pronunciamiento militar en Cádiz, dirigido por los generales Prim y Serrano, líderes de progresistas y unionitas respectivamente. A ellos se unió el almirante Topete, también unionista, al mando de la Armada. El manifiesto de los sublevados se titulaba “España con honra” y proponía básicamente los acuerdos de Ostende: derrocamiento de la dinastía borbónica y regeneración política a través de unas elecciones libres convocadas por sufragio universal.
La insurrección se propagó por numerosas ciudades españolas y obtuvo el apoyo popular, militarizado y liderado por los demócratas que organizaron juntas revolucionarias. Paralelamente las tropas leales a la reina fueron derrotadas en Alcolea (Córdoba) por las de Serrano, lo que dejó a los sublevados el camino hacia Madrid libre de obstáculos y precipitó la huída de Isabel II a Francia.

El Gobierno Provisional.
Tras el triunfo de la insurrección se formó un Gobierno Provisional que debía promover la elección a Cortes Constituyentes. Estaba formado por algunos de los firmantes de Ostende, presidido por Serrano y compuesto por progresistas (Prim, Sagasta, Figuerola, Manuel Ruiz Zorrilla) y unionistas (Topete). Del mismo quedaron excluidos, sin embargo, los demócratas, principales instigadores de las juntas revolucionarias de las ciudades desde las que se reclamaban derechos democráticos y la supresión de las quintas.
El doble poder resultante del proceso revolucionario se resolvió a favor del Gobierno Provisional, que disolvió las juntas y a los grupos de voluntarios armados. A cambio, procedió a cumplir la mayor parte de las reivindicaciones demócratas, con la excepción del tema de las juntas. Esto generó la formación de un colectivo de demócrata colaboracionistas: los cimbrios, entre los que se encontraban Nicolás María Rivero o Manuel Becerra.
Estabilizada la situación el nuevo gobierno convocó elecciones a Cortes Constituyentes en enero de 1869, las primeras que se celebraron en nuestro país por sufragio universal masculino y que contaron con campañas y mítines electorales por parte de algunos partidos.
Las elecciones fueron favorables a los partidos protagonistas de la revolución: unionistas, progresistas y cimbrios, que defendían una monarquía parlamentaria y democrática, basada en la soberanía nacional y en un gobierno elegido por las Cortes y responsable ante ellas. Pensaban que con un monarca Borbón este sistema era irrealizable, por lo que no dudaron en buscar otros candidatos al trono.
A la derecha política se situaron carlistas y moderados, que obtuvieron escasa representación. Los primeros eran antidemócratas y aceptaron el juego parlamentario eventualmente. Obtuvieron un resultado aceptable en el País Vasco y Navarra, por lo que, con el tiempo, no dudaron en reavivar el conflicto contra el estado liberal desencadenando una Tercera Guerra Carlista. Los moderados apoyaban el regreso de los borbones y la constitución del 45. Aunque escasos en número al principio, la evolución del sexenio le fue permitiendo alcanza mayor relevancia política.
A la izquierda se situaba el Partido Republicano Federal, el segundo en número de diputados. Su programa, además del cambio de régimen, incluía medidas como la abolición de las quintas, la supresión de la esclavitud y una legislación social que protegiera a los trabajadores. Su propuesta era apoyada en regiones como Cataluña, Aragón, Valencia y Andalucía; el sector más radical, los llamados “intransigentes” estaban convencidos de la necesidad de una insurrección armada para constituir un federalismo desde abajo, a partir de los pactos llevados a cabo por los municipios y las juntas.
La tarea fundamental de las Cortes fue elaborar la Constitución de 1869, la más liberal de las aprobadas hasta entonces. Sus aspectos principales eran:
- Se proclamaba la soberanía nacional como principio básico al que debía someterse el nuevo régimen monárquico.
- Se establecía una nítida separación de poderes. El legislativo residía en la Cortes bicamerales; el ejecutivo lo ostentaba el monarca (aunque en realidad lo ejercía el Gobierno en su nombre) y el judicial correspondía a los tribunales de justicia, a los que se incorporaba la figura del jurado popular.
- Se establecía un sistema parlamentario basado en el sufragio universal masculino. Los miembros del Congreso eran votados directamente por los electores, mientras los senadores se elegían de manera indirecta, a través de compromisarios. Además, para ser senador había que cumplir una serie de requisitos que aseguraban la presencia de una cierta élite tradicional (ser mayor de cuarenta años, poseer título universitario, haber desempeñado cargos públicos, etc.).
- Se incluía, por vez primera en un texto legal español, de manera detallada y amplia, una declaración de derechos individuales, naturales e inalienables: reunión, asociación, inviolabilidad del domicilio y la correspondencia…

La regencia del general Serrano.
Una vez aprobada la Constitución de 1869 fue nombrado regente el general Serrano hasta que se encontrara un nuevo monarca para el trono español. El nuevo régimen tuvo que hacer frente a una serie de graves problemas entre los que destacaron: las insurrecciones populares, provocadas por la crisis de subsistencia, contra el sistema de quintas o para la mejora de las condiciones laborales en las regiones más industrializadas; las dificultades de la Hacienda; y la guerra de Cuba, iniciada en Yara en octubre de 1868 como un movimiento independentista liderado por Carlos Manuel Céspedes.
Pero, la tarea principal del regente fue la búsqueda de un rey para España. Se pensó en distintos candidatos, entre ellos el duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, e incluso el mismo Espartero. Finalmente, y debido sobre todo a las presiones de Prim, el elegido fue el príncipe Amadeo de Saboya, hijo del rey de la recién unificada Italia, Víctor Manuel II.
El nuevo rey, Amadeo I, desembarcó en España el 30 de diciembre de 1870; pocos días antes, su principal valedor, el general Prim, había sido asesinado en la madrileña calle del Turco.

LA MONARQUÍA DE AMADEO I.
El reinado de Amadeo I duró dos años, desde el acto de jura de la Constitución en enero de 1871 a febrero de 1873, fecha en la que abdicó. Muerto Prim, el monarca se encontró con pocos apoyos políticos y sociales, siendo considerado un intruso por carlistas y partidarios de los Borbones, y rechazado por los republicanos. Además hubo de hacer frente entre otros problemas a la guerra de Cuba y una nueva Guerra Carlista, iniciada en 1872.
Por si fuera poco, desaparecido Prim la coalición gubernamental comenzó a disgregarse, provocando una gran inestabilidad política: en apenas dos años se sucedieron seis gobiernos diferentes y la fractura entre los progresistas se concretó en la escisión entre los herederos políticos de Prim: Sagasta, cercano a los unionistas formaría el partido constitucionalista, y Ruiz Zorrilla, próximo a los demócratas el partido radical.
A la fluctuación política se unió el temor a la revolución social, como evidencia la persecución gubernamental a los partidarios de la recién creada sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT).
Durante este periodo se desarrollaron también otros debates de contenido social, como la abolición de la esclavitud en las colonias y la separación Iglesia-Estado, que hicieron insostenible el papel del monarca, criticado por todos los sectores políticos y apoyado sólo por los débiles gobiernos de turno. En febrero de 1873, aprovechando un conflicto entre el gobierno de Ruiz Zorrilla y el ejército, cada vez más dispuesto a dar un golpe de Estado, Amadeo I forzó su abdicación. En esta situación, el proceso democrático se encontraba en un callejón sin salida: buscar un nuevo monarca no solucionaría el problema y, aunque la mayoría parlamentaria era de tendencia monárquica, el establecimiento de la República se convirtió en una solución de urgencia pactada por lo radicales de Ruiz Zorrilla y los diputados republicanos.

LA I REPÚBLICA.
Fue proclamada el 11 de febrero de 1873. En principio fue un régimen indefinido, por nuevo en España, e inestable políticamente pero que dejó una amplia huella, siendo considerada una revolución dentro de la revolución, es decir, la radicalización de los principios que habían inspirado a “la Gloriosa”.
Para evitar males mayores, se prescindió del procedimiento habitual de convocar elecciones a Cortes Constituyentes y se procedió a formar un gobierno presidido por Estanislao Figueras, con Francisco Pi y Margall como Ministro de Gobernación, aunque con mayoría de radicales. En apenas dos meses el enfrentamiento se hizo inevitable entre ambos grupos, como se constató en el golpe de mano con el que los radicales quisieron eliminar del poder a los cada vez más influyentes republicanos federales y que no triunfó. Tras ello, reforzados en el gobierno, los republicanos formaron en abril un gobierno homogéneo que convocó elecciones a Cortes Constituyentes para el mes de mayo. Las elecciones arrojaron un triunfo aplastante de éstos que, sin embargo, resultaba engañoso pues buena parte de los partidos políticos se abstuvieron en los comicios. Dicho retraimiento electoral reflejaba una gran hostilidad hacia el nuevo régimen.
La Cortes, abiertas en junio, declararon la República federal y eligieron como nuevo presidente a Pi y Margall, principal ideólogo del federalismo político y que representaba una posición centrista entre los republicanos. Proclamado el federalismo, era necesario darle forma legal. Para ello, una comisión de las Cortes se encargó de elaborar un proyecto de Constitución federal, que fue redactado con gran rapidez. El texto, que no llegó a ser aprobado, recogía los principios básicos en materia de derechos individuales de la Constitución del 69, pero aportaba importantes novedades:
- Se establecía claramente la separación entre Iglesia y Estado, definiendo de este modo un “Estado neutro” frente al tradicional “Estado confesional”.
- Pero, la principal innovación residía en la nueva organización del modelo territorial de España, definida como una nación compuesta por 17 estados, entre los que se incluía Cuba y Puerto Rico. Esta propuesta de descentralización política suponía la plasmación del principio doctrinal del pacto federal entre los diversos estados realizado desde arriba, es decir, desde el gobierno.
Sin embargo, las tensiones sociales que habían estallado en forma de huelgas u ocupaciones de tierras en muchos puntos de España –especialmente cruenta fue la insurrección de los obreros de Alcoy el 8 de julio-, así como el deseo de amplios sectores del republicanismo de establecer un federalismo “desde abajo”, abrió la puerta a un periodo de gran conflictividad en el que destaca el movimiento cantonalista.
Antes de que fuera aprobado el texto constitucional, los “republicanos intransigentes” abandonaron las Cortes en julio y promovieron la creación inmediata de los cantones, pequeñas unidades de poder con sede en el municipio. Nacía así el movimiento cantonalista, de gran arraigo en las regiones mediterráneas y Andalucía.
En esta propagación del cantonalismo convivían aspiraciones muy diversas: la propiamente política de organización democrática y popular del poder, hasta la más directamente social que concibió los cantones como la ocasión propicia para llevar a cabo reformas radicales de la sociedad. El componente obrero del cantonalismo fue, sin embargo, minoritario. Fueron los artesanos, pequeños comerciantes, intelectuales y militares urbanos los principales protagonistas del movimiento.
Los cantones, creados durante el verano de 1873 (Cartagena, Torrevieja, Villena, Alicante, Almansa, Valencia, Málaga, Cádiz...), fueron en su mayoría disueltos militarmente a las pocas semanas. Sin embargo, hubo uno que perduró durante algunos meses y constituyó el emblema del cantonalismo: el cantón de Cartagena, constituido el 12 de julio y liderado por Antonio Gálvez y Roque Barcia, que resistió hasta el mes de enero de 1874, acuñó moneda propia y diseño programas educativos que no llegaron a ser puestos en práctica. El movimiento cartagenero se vio favorecido por las buenas condiciones defensivas de la ciudad, el apoyo de la flota radicada en el puerto y la llegada de políticos intransigentes que se refugiaron en la ciudad mientras fracasaba el movimiento en otros puntos de España.
El estallido de la insurrección cantonal provocó la dimisión de Pi y Margall y su sustitución por un nuevo presidente, Nicolás Salmerón, el 18 de julio de 1873. Éste intentó poner en práctica una política moderadora tras terminar con el cantonalismo y la conflictividad obrera, para lo que había autorizado la intervención del ejército en ambos casos. Su negativa a firmar unas condenas a muerte por problemas le conciencia le llevaron a dimitir el 7 de septiembre de 1873, pasando a ocupar el cargo de Presidente del Congreso. Este hecho no hacía sino confirmar el creciente poder del ejército, que recuperó su protagonismo en la vida política apareciendo como el único capaz de solucionar la conflictividad social y poner fin a las guerras de Cuba y carlista.
Salmerón fue sustituido en el cargo por Emilio Castelar, republicano unitario, profesor eminente y hábil orador, quien intentó establecer una república de orden, solicitando plenos poderes a las Cortes –que le fueron concedidos- y llegando incluso a suspender las garantías constitucionales y proceder a una remilitarización del país. El lema de su política fue: “orden, autoridad y gobierno”, como reacción a la situación de desconcierto generada el cantonalismo. El esfuerzo de Castelar resolvía un problema –el del orden público- pero generaba otro de gran envergadura para el propio régimen republicano: su propia supervivencia. La remilitarización del Estado atentaba contra sus propias bases, pues la mayor parte del ejército era conservador y antirrepublicano.
La política de Castelar concitó sobre él la oposición de la izquierda republicana, encabezada por Figueras y Pi y Margall, quienes le retiraron su confianza, lo que impediría que fuera reelegido como presidente tras la finalización del mandato por decreto. Por eso, el 3 de enero de 1874, mientras se procedía a la elección de un nuevo presidente de la República, el general Pavía, capital general de Madrid, entró en el hemiciclo de las Cortes disolviendo la Asamblea. Se daba paso a un nuevo gobierno presidido por el general Serrano y dominado por viejos políticos progresistas, moderados y radicales, como Martos o Sagasta.
Aunque formalmente el régimen republicano siguió en vigor todavía un año, la acción de Pavía liquidó una república que había nacido once meses antes entre el entusiasmo, el rechazo o el simple desconcierto de los ciudadanos.

Hacia la restauración borbónica.
El año 1874 fue un periodo de transición en la Historia de España. El régimen político vigente oscilaba entre dos alternativas:
- Consolidar una república de carácter autoritario que permitiera recuperar desde posiciones moderadas los principios de “la Gloriosa”.
- Preparar la restauración borbónica en términos de una monarquía constitucional basada en la alternancia de partidos políticos. Proyecto preparado por los alfonsinos de Cánovas del Castillo desde unos años antes y que resultaría la salida triunfante.
Las divergencias entre los líderes del Sexenio siguieron marcando la etapa final del periodo. Esta circunstancia, unida al cansancio producido por la experiencia revolucionaria, inclinó definitivamente a las clases medias del lado de la restauración monárquica.
La preparación de la misma en la persona del príncipe Alfonso se aceleró a finales de 1874 con la difusión del manifiesto de Sandhurst, que apelaba a la necesidad de restituir una “monarquía hereditaria y constitucional” acorde con la tradición histórica española pero aceptando un juego político moderno. La intención de Cánovas al hacer público el manifiesto no era otra que la de provocar la llegada del príncipe por aclamación popular. Sin embargo, el ejército precipitaría los acontecimientos al pronunciarse el general Martínez Campos en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874. Falto de apoyos, Serrano abandonó el poder dejando el terreno libre a la restauración borbónica en la figura del nuevo rey Alfonso II.



ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN EL SIGLO XIX.

A principios del siglo XIX, la economía española acusaba un enorme retraso debido a las profundas rupturas políticas producidas durante el reinado de Fernando VII y a la enorme crisis económica europea que en nuestro país se vio magnificada por dos acontecimientos: la Guerra de Independencia y la emancipación americana. El resultado de todo ello fue una enorme deflación y como consecuencia, el empobrecimiento agrícola, la ruina industrial y el colapso comercial. En estas circunstancias, a lo largo del siglo XIX, asistiremos a un esfuerzo de regeneración económica que tendrá como puntos más importantes:
a. La puesta en práctica de una reforma agraria que permitiera sacar de su estancamiento secular al campo español.
b. La recuperación del terreno perdido en materia industrial y de transportes, que no se concretaría hasta entrado el siglo XX.

LAS TRANSFORMACIONES AGRARIAS.
Los historiadores de la economía suelen referirse a una serie de carencias cuando analizan el sector agrario en la España del siglo XIX: su baja productividad, su incapacidad para liberar mano de obra y la falta de poder adquisitivo de los agricultores españoles capaz de generar mercados receptivos. Considerada como un factor de retraso, resulta ser un fenómeno de gran trascendencia para la evolución de nuestro país debido al porcentaje mayoritario de población activa dedicada a la actividad agraria o vinculada a ella.
La agricultura española de la época presentaba un perfil típicamente mediterráneo, basado en la vid, el trigo y el olivo; y dividido entre un sector exportador y competitivo, dedicado a la vid, las naranjas y los frutos secos, y otro atrasado y de subsistencia, conformado por la producción de cereales. La estructura agraria intentó ser modificada a lo largo del siglo por una serie de procesos que cambiaron sustancialmente el sector: las desamortizaciones, la supresión de señoríos y mayorazgos y la reorientación de los cultivos.

Las desamortizaciones.
Esta medida adquiere carta de naturaleza durante el gobierno del progresista Juan Álvarez Mendizábal (1835-36). El plan central de su obra consistía en una desamortización eclesiástica con cuyo producto esperaba cumplir tres objetivos esenciales: reclutar un ejército para hacer frente a la guerra civil contra los carlistas, remediar la situación de la Hacienda Pública y crear una clase de propietarios afines al régimen.
Las actuaciones adoptadas para llevarla a cabo pueden resumirse en tres:
1. La supresión en España de las órdenes religiosas, a excepción de las de beneficencia pública.
2. La confiscación de sus bienes, que pasan a ser nacionales.
3. La conversión de los mismos en bienes particulares mediante pública subasta.

Aunque con menores efectos, se acometió también la desamortización señorial o “desvinculación”, a través de una doble medida:
- La abolición de los señoríos jurisdiccionales.

- La supresión de los mayorazgos.


Finalmente, la desamortización de los bienes municipales se llevó a cabo en diferentes momentos:
· Los bienes comunales: tierras de pastos, forrajes, leña, etc., fueron desamortizados varias veces: 1813, 1820, 1835.
· Los bienes propios (pertenecientes a la institución), fueron desamortizados a través de la denominada desamortización general de Pascual Madoz (1855).

El proceso desamortizador duró varias generaciones, aunque el grueso pueda concretarse entre 1835 y 1874. Durante este periodo pudo cambiar de dueño el 30% del territorio español, pero hoy día se da más importancia al fenómeno subsiguiente, la postdesamortización, con frecuencia las tierras enajenadas fueron vendidas por 2ª o 3ª vez, y son estas operaciones las que parecen haber configurado las estructuras agrarias definitivas de nuestro país en época contemporánea.
Es evidente que las desamortizaciones no supusieron una revolución agraria, ni permitieron un mejor reparto de la propiedad en España. En general, parece que en las zonas de latifundio (Andalucía, Extremadura...) la propiedad se concentró aún más, y en las de minifundio se dividió más, agravándose los defectos tradicionales: el campesino pobre necesitado de tierras siguió deseándolas. Por otra parte, la enajenación de las propiedades municipales trajo consigo el empeoramiento de las condiciones de vida del pequeño campesinado, privado del uso y disfrute de los antiguos bienes del Consejo.
Algunos autores han señalado que esto pudo favorecer la emigración de este campesinado hacia los núcleos industriales, incrementando así la oferta de trabajo para el sector manufacturero. Pero también aportó consecuencias positivas como la roturación de nuevas tierras y el alza de la producción en su conjunto.



Las medidas de reorientación de cultivos.

A partir de 1820 y como consecuencia de la reestructuración de nuestro comercio exterior, impuesta por la pérdida de las colonias americanas, se produjo un aumento de la producción cerealista al amparo de una política prohibicionista, primero, y proteccionista, después, de las importaciones de cereales. Con ello se consiguió que las importaciones desaparecieran e incluso se llegase a exportar.
En la década de 1840, los países industrializados comenzaron a demandar, en cantidades crecientes, productos agrarios, ante una población en aumento. Al mismo tiempo, los países, entre ellos España, que iniciaban su industrialización necesitaban incrementar sus exportaciones para poder adquirir maquinaria y materias primas (crece el cultivo del arroz, la sericultura, la caña de azúcar, etc. Sin embargo, el grueso de las exportaciones estuvo integrado por productos mediterráneos: vino, aceite y cítricos.
En la década de los noventa, España, como el resto del continente europeo, se vio afectada por una nueva crisis agropecuaria. Aunque los efectos se sintieron en nuestro país con cierto retraso y menos rigor que en Europa, el declive puso fin a la leve expansión de la agricultura iniciada en los años treinta. La crisis se manifestó en una caída de precios entre un 15 y un 25%. Las causas parecen detectarse en una superproducción, la aparición de nuevos competidores y el fin de las exportaciones. Los mecanismos de defensa de carácter proteccionista desplazaron al trigo y al vino de los mercados extranjeros.
La crisis agrícola se agravó con la de la ganadería. Lógicamente, la expansión de los cultivos hacía décadas que venía transformando la cabaña ganadera. Las preferencias se centraban en la producción de carne y leche: cerda, vacuno y cabrío. El resto de las especies disminuyó, excepto los animales de tiro, que lograron mantener su número. La recuperación no fue posible hasta finales del siglo.

El proceso de industrialización.
Fue excesivamente lento, quedando España rezagada del proceso que se estaba produciendo en otros países europeos. Las causas debemos buscarlas en dos factores previos fundamentales:
1. La ausencia de capitales para invertir en tecnología.
2. La inexistencia de un mercado amplio para los productos industriales.
Los recursos financieros del país eran escasos y una parte de ellos se dedicó a la compra de tierras desamortizadas. Los bancos, en general, no se orientaron a la financiación de empresas industriales, por lo que hubo que recurrir a capitales extranjeros que se invirtieron especialmente en ferrocarriles y minería.
El mercado exterior sufrió una importante recesión a partir de la pérdida del imperio colonial, lo que conllevaría una falta de estimulación de la producción interior. El mercado interior, por su parte, carecía de las comunicaciones necesarias y se vío frenado por la pérdida del poder adquisitivo de la mayor parte de la población. Una población eminentemente agrícola y pobre, con la propiedad de la tierra en manos de unos pocos y que todavía muestra un claro desprecio a los trabajos manuales.

Se pueden establecer las siguientes etapas en el desarrollo industrial español:
· Entre 1808 a 1830, de estancamiento industrial como consecuencia del pobre mercado interior, los acontecimientos políticos (guerra de la Independencia, emancipación de las colonias americanas), la escasez de recursos y la ausencia de nuevas técnicas.
· Entre 1830 a 1860, de arranque de la industrialización ubicada en torno a los siguientes núcleos: carbón, hierro y papel en el norte; textil en Cataluña; y siderurgia en el sur. Desarrollo del ferrocarril gracias a la Ley General de ferrocarriles de 1855 y a la financiación exterior.
· Entre 1860 a 1913, periodo de crisis con etapas de fuerte crecimiento.
En conjunto, toda una serie de factores caracterizan a la industria de nuestro país, como la regionalización, la dependencia de las inversiones extranjeras así como de materias primas, utillaje e innovaciones técnicas, eliminación de la competencia extranjera gracias al principio de mercado reservado y la aplicación de altas tasas aduaneras, y el sometimiento a las fluctuaciones de la actividad agraria.

LA POBLACIÓN EN LA ESPAÑA DEL S. XIX.

La sociedad española el el siglo XIX experimentó un proceso de cambio paralelo al de otros países europeos, caracterizado por el declive de la vieja aristocracia y el reforzamiento de la burguesía y de las clases medias, es decir, el paso de una sociedad estamental a otra de clases.

La ruptura liberal aceleró la descomposición interna de la nobleza, entroncada a partir de este momento con las grandes fortunas plebeyas de origen burgués. Al tiempo, el fenómeno más notable fue el surgimiento de una clase media integrada por rentistas acomodados, así como por pequeños propietarios agrícolas y urbanos, comerciantes ligados al comercio nacional y exterior, fabricantes, artesanos, fucionarios, profesionales liberales y militares. Se trataba de un conglomerado muy heterogéneo y fragmentado por variantes regionales y locales.

A pesar de esta renovación, el grueso de la población lo seguía constituyendo las clases populares, rurales y urbanas. Su nivel de vida y en consecuencia su participación en la renta del país fue muy escasa, al menos, hasta el último tercio del siglo.

Los campesinos eran el grupo más nutrido de los trabajadores, con gran diversidad interna y regional. En términos generales, en el centro y norte peninsular predominaron los pequeños campesinos propietarios, mientras en los latifundios del sur eran mayoritarios los jornaleros sin tierras. Las clases populares urbanas eran todavía más variadas: minoristas, pequeños artesanos, empleados, obreros... Su característica común era la inestabilidad laboral y la precariedad de sus ingresos. Tan sólo en algunos núcleos industriales los trabajadores constituyeron un grupo social significativo, más o menos organizado e influido por la ideología obrerista europea desde mediados el siglo.


Finalmente, el estado liberal posibilitó el aumento demografico en España, a pesar de lo cual no se consiguió efectuar la transición al modelo demográfico moderno. El desarrollo de las ciudades fue asimismo muy lento, lo que contribuyó al retraso y al caciquismo político en la transición al siglo XX.

domingo, 17 de enero de 2010

BLOQUE 2: CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN Y CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1808-1868). LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL.

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TEMA 4: LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL.

Tras la muerte de Fernando VII en 1833 comienza en la historia de España un proceso imparable de cambios políticos, sociales, económicos e ideológicos. En toda Europa Occidental se consolidaba la sociedad burguesa sobre la base económica de la Revolución Industrial y el sistema capitalista. España, con sus particularidades, se incorporó a este proceso y a lo largo del reinado de Isabel II y durante el sexenio democrático se produjeron cambios sustanciales que condujeron al Estado liberal burgués y al sistema capitalista:
- A nivel político, con la aparición del Estado constitucional, organizado sobre la base de la libertad política, la igualdad de los ciudadanos, la división de poderes y la soberanía de la nación.
- A nivel económico, con la sustitución del sistema de producción artesanal por otro industrial basado en un nuevo concepto de propiedad, la libre circulación de capital, la creación de nuevos mercados, la libertad de contratación y, en consecuencia, la expansión de las fuerzas productivas para general más capital: capitalismo.
- A nivel social, con la aparición de la burguesía como clase dominante en sustitución de la nobleza.
- A nivel ideológico, mediante la aparición de un nuevo pensamiento que plantea la racionalidad y el cientifismo como forma de fomentar el desarrollo.

EL REINADO DE ISABEL II (1833-1868): LAS REGENCIAS (1833-1843) Y EL PROBLEMA CARLISTA (1833-1840).
Al tiempo que, con la muerte de Fernando VII se iniciaba la guerra civil por su sucesión comenzaba la construcción de la nueva España liberal. Decantados los absolutistas por la vía del carlismo, la tarea de la conformación de un nuevo modelo de Estado recayó en los liberales, defensores del pluralismo político y ellos mismos divididos en una tendencia moderada y otra progresista, llamadas a subsistir durante todo el periodo.
El liberalismo moderado era esencialmente pragmático. Pretendía una reconciliación entre la tradición histórica y las ideas del liberalismo para formar una vía política nueva a la vez tradicional y moderna; por otro lado, estaba más atento a los intereses económicos de las fuerzas que lo sostenían que a sus propios principios políticos. Su preocupación fundamental era un Estado unitario y seguro, servido por una administración centralizadora. El poder debía estar controlado por las clases propietarias e ilustradas. Por ello, defendía una soberanía nacional emanada de las instituciones: el Rey y las Cortes; concebía un poder legislativo bicameral, compuesto por el Senado (integrado por miembros elegidos por el soberano) y el Congreso (cuyos miembros serían elegidos por un sufragio censitario muy restrictivo). A esta opción política se adhirieron la alta burguesía e importantes sectores de las clases medias, como profesionales liberales, propietarios y oficiales del ejército.
El modelo progresista, por su parte, gozaba de mayores simpatías entre las clases medias y artesanas de la ciudad, pequeños comerciantes, intelectuales, empleados y los escalones inferiores del ejército. Hasta mediados de los 50 contaron también con el apoyo de los obreros y clases populares, que después se decantarían por opciones democráticas. Los progresistas defendían que la soberanía residiera en la nación y tuviera su representación exclusiva en las Cortes; dicha institución era la depositaria del poder legislativo y la única facultada para decretar y sancionar la constitución. El rey se convertía en un funcionario del Estado en el que residía el poder ejecutivo y gozaba de un papel moderador en el seno del Estado. Aceptaban un sistema representativo bicameral, aunque abogaban por una sola cámara; defendían también el sufragio censitario, si bien ampliaban el cuerpo electoral, la libertad de prensa y el carácter democrático de los ayuntamientos. Planteaban el progreso del Estado como forma de mejorar la sociedad y al individuo, y para conseguirlo fomentaban el desarrollo económico basado en un programa librecambista y en la eliminación de las barreras que frenaban el comercio. Pretendían suprimir el servicio militar obligatorio, defendiendo la creación de un ejército profesional y el mantenimiento de la Milicia Nacional como cuerpo de seguridad. En términos generales propugnaba la formación de una cultura y una sociedad más laicas. Con el tiempo, parte del liberalismo progresista tendería hacia posiciones más radicales defendiendo la soberanía nacional plena basada en un sufragio casi universal amparado por los valores del trabajo y la virtud, desconfiando en muchos casos de la corona y acercándose a los límites del republicanismo.
A pesar de sus diferencias, en muchas ocasiones y para dar estabilidad al Estado, ambos grupos admitieron ciertas premisas comunes: la aceptación de una ley fundamental escrita, la constitución, y de unos órganos representativos basados en el sufragio, y en la necesidad de un régimen con opinión pública y libertades individuales. En este contexto ideológico se desarrolla el proceso de construcción del Estado Liberal que estará jalonado por momentos de evolución y de crisis.
La regencia de Mª Cristina de Borbón.
Coronada como reina regente, Mª Cristina se enfrentó a un doble reto: moderar las intenciones del liberalismo y defender los derechos sucesorios de Isabel. El gabinete de Cea Bermúdez y el manifiesto del 4 de octubre de 1933 constituyeron el primer intento en ambos sentidos: por una parte Cea limitó las reformas a lo puramente administrativo y, por otra, se trató de apaciguar a los partidarios de Carlos con la promesa de la defensa de la religión y de las leyes fundamentales del reino.
Los carlistas, como vimos, no se avinieron a entendimiento, lo que provocó la ruptura definitiva con los absolutistas. Al tiempo, la posición de los capitanes generales de Cataluña (Manuel Llaudar) y Castilla (Vicente Quesada) a favor de la convocatoria de Cortes precipitó el cambio de actitud de la corona hacia posiciones más liberales, convirtiéndose en factor decisivo del proceso político.
En enero de 1934 es nombrado nuevo presidente de gobierno Francisco Martínez de la Rosa, líder liberal recién recuperado del exilio y con una amplia carrera política. Además de su talante conciliador, era la persona idónea para encabezar las reformas del Estado, entendidas estas como un compromiso entre el pasado absolutista y las nuevas exigencias de apertura. Las primeras muestras de cambio se produjeron con la supresión de la jurisdicción de los gremios y la afirmación del derecho de la reina a emprender las reformas que creyese convenientes en la Iglesia. Pero el principal logro de Martínez de la Rosa fue la promulgación del Estatuto Real en abril de 1834.
El Estatuto Real no era una Constitución, pues no procedía de la deliberación de los representantes de la nación. Fue concebido como una concesión de la corona a sus súbditos: una Carta Otorgada, a semejanza del Estatuto de Bayona, inspirada en la que Luis XVIII realizara en Francia y equidistante entre el Antiguo régimen y el sistema representativo liberal. En él quedaba plasmado un régimen basado en la soberanía de dos instituciones históricas: el rey y las Cortes, y la confirmación de estas últimas en dos cámaras distintas: la de los Próceres (formada por Grandes de España, por el alto clero, propietarios e intelectuales nombrados por la corona) y la Cámara de los Procuradores (elegidos mediante un sufragio censitario muy restrictivo). El soberano gozaba de la iniciativa legal, lo que contribuía a congelar la actividad de las Cortes, al tiempo que aumentaba la desconfianza hacia la institución monárquica. Se echaban de menos dos logros del constitucionalismo de 1812: la soberanía nacional y el reconocimiento de los derechos del individuo. De ahí que pronto se abriera paso la idea de sustituirlo por otro texto más progresista y que su vigencia fuera efímera, hasta agosto de 1836.
Como complemento al Estatuto deben tenerse en consideración otros elementos definidores del sistema político de 1834. Así, el decreto de 1833 promovido por Javier de Burgos que establecía una nueva división provincial, por cuanto fue la condición previa para la implantación de un sistema político-administrativo nuevo. Y, en segundo lugar, el conjunto de leyes que sentaron las bases de la nueva administración de justicia: leyes sobre el Tribunal Supremo, las Audiencias o legislación ordinaria.
El proceso de reformas moderadas controlado por la corona no tuvo, sin embargo, el éxito esperado pues no contentaba ni a unos ni a otros: la prolongación de la guerra carlista, la debilidad de la regente y la frustración de los liberales terminó por quebrantar el régimen. El detonante fueron una serie de revueltas ciudadanas producidas durante el verano de 1835 que derivaron en la formación de juntas locales y provinciales que negaban la obediencia al gobierno en tanto no se ampliaran las reformas. En junio de 1835 es nombrado presidente del gobierno el conde de Tornero, líder del liberalismo “doceañista” pero reacio a poner en práctica todas las reformas propuestas desde la Cámara de los Procuradores. A pesar de las negociaciones para acabar con la guerra y de algunas medidas de alcance radical, como la supresión de los conventos de menos de 12 miembros, la nueva presidencia no consiguió acabar con el levantamiento. Desde julio a septiembre se suceden los movimientos antieclesiásticos y los asaltos a conventos en Madrid, Cataluña, Andalucía, Valencia, Aragón y Extremadura. Además, en Barcelona surgen las primeras manifestaciones luddistas contra la competencia industrial de las máquinas.
En septiembre de 1835, la Regente cedió ante las presiones y llamó a formar gobierno a Juan Álvarez Mendizabal, un destacado hombre de negocios, liberal declarado y exiliado durante algún tiempo en Inglaterra. Gobernó durante ocho meses en los cuales continuó ocupando el ministerio de Hacienda (lo había sido durante el gobierno Tornero y lo sería tras su destitución) y se convirtió en un virtual dictador, arrancando de las cortes poderes extraordinarios. Prometió terminar con la guerra civil, remediar el estado de la Hacienda y consolidar las instituciones liberales; a pesar de lo cual se comprometió a mantener el Estatuto Real, aunque ampliando su base electoral y aumentando el número de Procuradores. Pero, sobre todo, convirtió a las Juntas en Diputaciones Provinciales y de esta forma los protestatarios se vieron compartiendo el poder lo que hizo cesar inmediatamente los alborotos sin necesidad de una reforma constitucional.
El objetivo político de Mendizabal era llevar a cabo la desamortización eclesiástica, que había contado con tímidos intentos durante el gobierno de Godoy (1798), las Cortes de Cádiz y el Trienio, y con cuya recaudación pretendía cumplir parte de sus promesas:
- Remediar la situación angustiosa de la Hacienda.
- Aportar recursos para terminar con la guerra.
- Dar origen a una clase de propietarios que se convertirían en los principales valedores del régimen.
La desamortización constituyó la medida más revolucionaria del gobierno liberal de la época. Durante el Antiguo Régimen fue práctica común que determinados sectores dispusieran de bienes acordes con su protagonismo. Así, la nobleza tenía vinculados sus bienes económicos de tal forma que no podía repartir sus tierras sino sólo transmitirlas directamente al primogénito. La Iglesia y los municipios disponían igualmente de considerables bienes vinculados. La desamortización consistió en desvincular dichas tierras de sus propietarios a través de medidas legislativas, permitiendo su venta, enajenación o repartimiento.
Entre 1835 y 1837 se aprobaron los decretos que desamortizaban los bienes pertenecientes a la Iglesia:
- Los decretos de octubre de 1835 y febrero de 1836 suprimían las órdenes religiosas, a excepción de aquellas benéficas y declaraba sus propiedades como Bienes Nacionales convirtiéndolos posteriormente en propiedades privadas mediante pública subasta.
- Mendizabal completaría estas medidas desde su posterior puesto al frente del Ministerio de Hacienda, con la expropiación de los bines del clero secular, el 29 de julio de 1837.
La importancia de estas medidas era evidente. Pretendían privar a los antiguos estamentos de su fuerza económica y dotar de tierras a los campesinos carentes de ella, al tiempo que deseaban una explotación más adecuada del campo español. Sin embargo, no dieron los frutos apetecidos. El Estado tuvo que hacerse cargo de los religiosos exclaustrados y de la beneficencia que hasta entonces cumplían. Pero, además, la falta de compradores para las tierras subastadas dejaron a éstas a precios irrisorios y en manos de una alta burguesía no mucho más activa que las manos muertas tradicionales. No obstante, la desamortización contribuyó a que aumentara el volumen general de producción agraria, trajo consigo una expansión de la superficie cultivada y el cultivo de tierras hasta entonces no labradas; pero no se intentó hacer un reforma agraria, sino conseguir dinero rápido con el que llenar las arcas del Estado.
La mala marcha de la guerra y la sustitución forzada de Mendizabal –la reina se había negado a aceptar la renovación de los mandos militares- por el más moderado Francisco Javier Istúriz reavivó los rumores sobre la posibilidad de un pacto secreto con D. Carlos bajo los auspicios de Francia. Un nuevo levantamiento ciudadano forzó la ruptura definitiva con al absolutismo y en la noche del 12 de agosto de 1836 un grupo de sargentos acuartelado en la residencia real de la Granja (Segovia) a firmar la Constitución de 1812.
A resultas del motín fue nombrado presidente el progresista José María Calatrava quien llevó a cabo una convocatoria de las Cortes según el procedimiento establecido en la Constitución gaditana. Durante los meses de septiembre y octubre de 1836 se celebraron las elecciones a las Cortes Extraordinarias, que eran en realidad Constituyentes. El clima fue de general indiferencia entre los pocos que habían sido llamados a votar de acuerdo con el sufragio censitario. Las razones de esta indiferencia son muy diversas, aunque influyeron de manera decisiva la preocupación por la guerra civil y la desorientación política.
Cuando la reina gobernadora Mª Cristina inauguró las sesiones el 24 de octubre de 1836, con mayoría de diputados progresistas, recalcó que aunque la España se había manifestado a favor de la Constitución de 1812, la voluntad nacional deseaba que fuera revisada, corregida y actualizada. Así, durante cerca de nueva meses, las Cortes elaboraron un nuevo documento jurado por la regente el 18 de junio de 1837 (Constitución de 1837). Su promulgación se produjo, pues, en un momento delicado, coincidiendo con la Expedición Real de Carlos Mª Isidro hacia Madrid.
Precisamente por esa situación incierta, la Constitución resultó ser un elemento de unión entre los liberales, adoptando una orientación programática y jurídica moderada, más práctica y reducida a lo estrictamente necesario. La nueva Carta Magna, influida por las constituciones de Francia (1830), Bélgica (1831) y Portugal (1826) y por el constitucionalismo norteamericano, presenta como rasgos formales un texto sistemático y su flexibilidad. Aparecen como elementos definidores del sistema la Soberanía Nacional (aunque no se explicita), la división de poderes, la confesionalidad del Estado y la tolerancia religiosa. En las Cortes, bicamerales, el Senado y el Congreso son dos cuerpos colegisladores con facultades casi iguales. Un tercio de los senadores son nombrados por el soberano, mientras el congreso es totalmente electivo, ampliándose el censo electoral hasta el 2,2% de la población. La corona, además de sus facultades en la conformación del Senado, comparte la iniciativa legislativa, sanciona las leyes y tiene veto absoluto y derecho de disolución. El gobierno afianza su existencia como órgano colegiado y responsable y refrenda las disposiciones del rey.
Los aspectos más progresistas del texto fueron los referentes a la aceptación de los derechos individuales, la libertad de prensa y el poder otorgado a los ayuntamientos, que serían elegidos directamente por los vecinos. Si a esto se añade que la Milicia Nacional, compuesta por ciudadanos voluntarios para mantener el orden, dependería directamente de los municipios, es fácil entender que éstos se convertían en verdaderos centros de poder.
Desde las primeras elecciones legislativas los moderados obtuvieron mayoría parlamentaria. Sin embargo, la hegemonía moderada fue cuestionada desde los ayuntamientos donde los progresistas se veían favorecidos por la participación directa de todos los vecinos en la elección de sus miembros. Paradójicamente, España se había constituido con un gobierno central moderado, mientras el progresismo triunfaba a nivel local. Al acabar la guerra, en 1839, los moderados iniciaron una ofensiva política para recuperar las riendas del proceso revolucionario con el apoyo directo de la corona. Para conseguirlo se pretendía recuperar el poder municipal a través de la elaboración de una nueva Ley de Ayuntamientos que reforzaba la autoridad del ejecutivo central y restringía la participación popular. Además, se proponía una nueva ley de imprenta y la depuración de la Milicia Nacional.
El éxito de esta empresa dependía del apoyo del ejército que había salido particularmente reforzado de la guerra. En 1840 el ejército era mayoritariamente liberal, aunque dividido políticamente. Sobresalía entre los mandos el general Baldomero Espartero, considerado el principal artífice de la derrota carlista y convertido en un verdadero héroe popular. Dada su capacidad para influir en la situación, la propia regente se trasladó a Barcelona en junio de 1840 para lograr su apoyo a la polémica Ley de Ayuntamientos. La negativa de espartero fue respondida por Mª Cristina con un acto de fuerza al sancionar la ley. Inmediatamente Barcelona se sublevó, obligando a las Cortes a trasladarse a Valencia. Allí, una nueva insurrección extendida por diversos puntos del país colocó a Mª Cristina en una situación insostenible. El 12 de octubre de 1840 la Reina Gobernadora embarcaba rumbo a Francia, renunciando a la regencia y dejando en España a la princesa Isabel, de diez años. Espartero asumió provisionalmente el cargo de regente hasta que fue confirmado por las Cortes en mayo de 1841.
La regencia de Espartero.
Con la renuncia forzada de Mª Cristina la ruptura liberal alcanzó su máxima expresión. Los humildes orígenes de Espartero y la forma en que se había alcanzado el poder durante la crisis de 1840 parecían ejemplificar el triunfo de la soberanía nacional sobre el poder real. Sin embargo, era también la demostración del gran poder alcanzado por los militares.
Durante la regencia de Espartero algunas medidas agudizaron la ruptura liberal, como la abolición del diezmo y la desamortización definitiva de los bienes del clero secular. Fruto de estas medidas es la creciente hostilidad de los moderados y del entorno de Mª Cristina que desembocó en la Conspiración moderada de 1841, que aunó a destacados jefes militares y civiles. Los conjurados, encabezados por Diego de León asaltaron el Palacio Real con la intención de “liberar” a la princesa Isabel y a la infanta Luisa Fernanda. Espartero ordenó el fusilamiento de los cabecillas, ganándose la animadversión de una parte importante de los mandos del ejército.
Los métodos dictatoriales del regente y el creciente militarismo del régimen fueron determinantes para el progresivo alejamiento del progresismo civil encabezado por Joaquín Mª López, Salustiano Olózaga, Manuel Cortina y Fermín Caballero. Se produjo así una fractura entre “esparteristas” y liberales puros, que defendían una dirección civil y el cumplimiento estricto de la constitución.
Espartero defraudó también al liberalismo más radical que le había ayudado a subir al poder. Los primeros grupos de demócratas y republicanos se erigieron en guardianes de la revolución, propiciando movimientos ciudadanos que enlazaban reivindicaciones políticas y sociales.
La insurrección de Barcelona en noviembre de 1842 marcó un punto sin retorno en el aislamiento político de Espartero. El desencadenante fue el rumor de que el regente estaba a punto de firmar un tratado que permitía el librecambio de algodón con Inglaterra que perjudicaba los intereses textiles catalanes. Fabricantes y obreros confluyeron en un movimiento insurreccional que fue sofocado mediante el bombardeo de la ciudad. Los sucesos de Barcelona precipitaron el hundimiento del general, cuya política dictatorial se enfrentaba ya no sólo a la oposición moderada sino también a sus propios correligionarios y a toda la masa social que años antes se movilizó en torno suyo. Se formó así una especie de coalición nacional contra Espartero integrada por grupos tan dispares como los moderados, los progresistas disidentes y los radicales.
En 1843 se produjo la esperada movilización en su contra dirigida por los moderados. Sus lemas eran: reconocimiento de Isabel II, legalidad constitucional y superación de las rencillas del pasado mediante la unión de la familia liberal. El alzamiento reprodujo el modelo de pronunciamiento y la insurrección ciudadana. Se combinaron las campañas militares con la formación de juntas locales de poder que negaban la autoridad del gobierno. La derrota de las tropas de Espartero en Torrejón de Ardoz frente e los insurrectos del general Narvaez decidió la situación, obligando al general a exiliarse a Inglaterra. Inmediatamente se encargó la formación de gobierno al progresista puro Joaquín Mª López. Bajo su gabinete de coalición, los moderados fueron afirmando sus posiciones. A ello contribuyeron varios factores: los deseos de orden, el control del ejército por parte de los moderados y el apoyo de la corona.
El temor a una nueva regencia y la incapacidad para ponerse de acuerdo respecto a la misma decidió el adelanto de la mayoría de edad de la princesa Isabel, que juró su cargo como Isabel II en noviembre de 1843.
El problema carlista (1833-1840).
La inestabilidad política del reinado de Fernando VII se vería aumentada en 1830 por otros acontecimientos que oscurecerían el futuro de los absolutistas y las esperanzas de los seguidores de Carlos Mª Isidro. La revolución liberal había triunfado en Francia y en Madrid la cuarta mujer de Fernando VII, Mª Cristina de Borbón, le había dado una sucesora, la princesa Isabel, lo que planteaba un grave problema sucesorio basado en la interpretación de las fuentes legales.
La Ley de las Partidas, sustentada en la tradición castellana, declaraba la posibilidad de heredar a las mujeres tras la línea real masculina. Esta ley permaneció invariable hasta la llegada de la casa de Borbón al trono español, merced al Auto Acordado de 1713 que establecía la Ley Sálica francesa y excluía del trono a la rama femenina. El orden sucesorio de las Partidas había sido restablecido por la Pragmática Sanción redactada por las Cortes en 1789, pero no había sido sancionada, lo que ocurrió también tras la aprobación de la Constitución de Cádiz. Antes del nacimiento de Isabel, el monarca hacía pública la Pragmática planteando un pleito legal de evidente alcance político, pues la exclusión del trono del ultrarrealista Carlos significaba el triunfo de los círculos moderados y liberales de la corte que se reunían en torno a la reina Mª Cristina con el fin de promover una cierta apertura del régimen.
Los partidarios de Carlos no se resignaron y aprovechando la grave enfermedad del rey obtuvieron –por medio del ministro Calomarde- la derogación de la Pragmática Sanción. El complot, sin embargo, se volvió contra sus protagonistas. Recuperado Fernando VII, confirmó los derechos sucesorios de su hija Isabel, se deshizo de sus colaboradores más reaccionarios y nombró un nuevo gabinete presidido por Cea Bermúdez que buscaría apoyos en el liberalismo moderado y autorizaría el retorno de los exiliados, al tiempo que tomaba medidas contra los realistas.
En septiembre de 1833 moría Fernando VII y su viuda heredaba la corona de España en nombre de su hija, trono que también reclamaba para sí el hermano del rey apoyado por los últimos defensores del Antiguo Régimen, llamados por ello a partir de entonces carlistas, quienes llevaban unos meses preparando el levantamiento. Las Guerras Carlistas serán uno de los acontecimientos más cruentos de la historia de España en el siglo XIX.
Aunque los enfrentamiento habían comenzado antes de la muerte del rey, con la formación de juntas de gobierno en Castilla, La Rioja, Navarra y el País Vasco, fue al morir éste el 29 de septiembre de 1833 y ser proclamada Mª Cristina como Reina Gobernadora cuando se precipitaron los acontecimientos. Carlos María Isidro desde Portugal proclamaba el manifiesto de Abrantes, el 1 de octubre, por el que proclamaba su legítimo derecho al trono y amenazaba con declarar la guerra frente a todos aquellos que negasen su autoridad. El 6 de octubre el general Ladrón de Cegama proclamaba al pretendiente como rey de España en Tricio (La Rioja), iniciándose con este acontecimiento la guerra.
La guerra civil, planteada en sus orígenes en términos dinásticos, no fue sólo una lucha por la sucesión al trono de España, sino una confrontación entre el absolutismo y el liberalismo representados por las fuerzas sociales en conflicto.
El absolutismo monárquico, la intransigencia religiosa y la defensa de los fueros y del régimen tradicional de propiedad de la tierra constituían elementos fundamentales de la ideología carlista. El carlismo fue una verdadera reacción rural contra el progreso político y cultural de la ciudad en aquellas zonas donde los campesinos gozaban de una cierta independencia económica: País Vasco, Navarra, el Maestrazgo y Cataluña. Con el reconocimiento de los fueros, el carlismo se atrajo a la población campesina, sacando partido de la política uniformadora y anticlerical del liberalismo. Sin embargo, no consiguió convencer a las clases ilustradas, ni a la burguesía, ni al proletariado urbano que se mostró partidario en mayor o menor medida de las reformas liberales y de la Reina Gobernadora. La guerra tuvo también una dimensión internacional en términos de apoyo a uno u otro bando; Rusia, Prusia y Austria se situaron al lado de D. Carlos en tanto que los regímenes liberales de Inglaterra, Francia y Portugal lo hacían en torno a Mª Cristina.
Inicialmente el ejército carlista bajo el mando de Tomás de Zumalacárregui consiguió importantes victorias entre el ejército de la reina y el afianzamiento de la sublevación en el País Vasco y Navarra. Salvo en las capitales, el pretendiente –autoproclamado como Carlos V- pudo sentirse rey en un territorio comprendido entre el Ebro y el Cantábrico, con gobierno, leyes y corte propios. A pesar de ello, nunca existió un deseo secesionista, por el contrario, el objetivo era generalizar el conflicto por el resto de España, lo que apenas se consiguió en Cataluña, Valencia, Aragón y ambas Castillas.
Esta primera fase de la guerra está centrada en el sitio de Bilbao, verdadera obsesión para el Pretendiente y los militares carlistas, que terminó en un importante fracaso y se cobró la vida de Zumalacarregui, al que los carlistas no encontraron sucesor. En diciembre de 1836, el general Baldomero Espartero levantó el sitio lo que confirmaba la inferioridad armamentística del bando carlista y que su iniciativa militar se debía más a las vacilaciones de la Regente y la división del ejército liberal, que a su propio potencial.
No terminó sin embargo la guerra, por el contrario Carlos V puso en práctica una vieja idea carlista: las expediciones por distintas regiones de España en búsqueda de botín y adhesiones, como la del general Miguel Gómez Damas en 1836, que recorrió Asturias, Galicia, buena parte de Castilla y León, Albacete y Andalucía. En 1837, tenía lugar la Expedición Real encabezada por el propio Infante y cuyo objetivo era imponer un pacto dinástico (el matrimonio entre su hijo primogénito y la futura reina Isabel) aprovechando la crisis generada por la sublevación de la Granja. Las tropas carlistas llegaron a las puertas de Madrid en septiembre de 1837, pero fueron rechazadas por el general Espartero.
La crisis interna que aquejaba a ambos bandos y el propio desgaste de la guerra facilitó el acercamiento entre ambas fuerzas culminando en el Convenio de Oñate de 29 de agosto de 1893, firmado entre Baldomero Espartero y el general carlista Rafael Maroto. En él se prometía el mantenimiento de los fueros vascos y navarros (promesa que no se cumpliría) y el reconocimiento de empleos y grados de los oficiales carlistas a cambio de que se adhiriesen el ejército liberal y reconociesen la legitimidad de la princesa Isabel. El convenio quedó confirmado con el abrazo que se dieron Espartero y Maroto el 31 de agosto de 1839 ante las tropas de ambos ejércitos reunidas en las campas de Vergara, razón de su nombre popular (Abrazo de Vergara).
Una parte importante de la oficialidad y del clero carlista no aceptó el convenio y marchó junto con el pretendiente al exilio a Francia. En el frente Este, las últimas partidas carlistas del Maestrazgo y Cataluña, dirigidas por Ramón Cabrera, resistieron hasta julio de 1840.
La importancia del carlismo en la historia de España rebasa con mucho los límites del enfrentamiento entre absolutistas y liberales tras la muerte de Fernando VII. Entre 1833 y 1876 el conflicto se manifestaría a través de 3 guerras civiles; pero el ideario carlista, como versión española del tradicionalismo europeo, se ha mantenido cada vez con menor intensidad hasta nuestros días como un movimiento de protesta contra las corrientes dominantes de la época: liberalismo, capitalismo, industrialización, urbanismo, socialismo, irreligiosidad…


EL REINADO DE ISABEL II (1833-1868): LA DÉCADA MODERADA.
Tras la caída de Espartero, se planteó la posibilidad de una tercera regencia; la incapacidad para ponerse de acuerdo respecto a la misma decidió finalmente el adelanto de la mayoría de edad de la princesa Isabel, que juró su cargo como Isabel II en noviembre de 1843.
La década moderada (1844-1854).
Ya en los últimos años de 1843, los moderados empezaron a desplazar a los progresistas del poder. Al tiempo que esto sucedía, creció la opinión de que era hora de asentar al estado sobre unas bases firmes, reformando la Constitución de 1837 en vigor. Cuando Narváez llegó a la presidencia de gobierno en mayo de 1844 inició una serie de reformas que limitaban las libertades y robustecían el poder central y de la corona.
Dichas medidas estaban basadas en una idea principal: la compatibilidad entre la libertad y el orden, y el establecimiento de un orden público estricto, entendido asimismo como la legitimidad entre la autoridad del Estado sobre la sociedad civil. Entre finales de 1843 y hasta 1845 una serie de medidas tendieron a consolidar el control moderado sobre los resortes del poder:
- El 23 de marzo de 1844 el gobierno presidido todavía por González Bravo suprime la Milicia Nacional acabando con la fuerza de choque de los progresistas. Paralelamente se crea la Guardia Civil para salvaguardar el orden público y la propiedad de las personas.
- Se restringió la amplia libertad de imprenta establecida por la Constitución del 37 con el objeto de controlar la opinión pública. Se impuso la censura previa, se incrementaron los requisitos económicos exigidos a los editores, se limitó la libertad de expresión, se endurecieron las penas y se eliminó el juicio por jurado para las penas de imprenta en julio de 1845.
- Se procedió a la reforma de los ayuntamientos a través de una ley orgánica de enero de 1845 que hacía depender a los alcaldes del poder central.
Pero el proyecto moderado se plasmó esencialmente en la Constitución de 1845, sancionada por la reina el 23 de mayo. Aunque fue presentada como una reforma para mejorar el texto de 1837, lo cierto es que su espíritu político es completamente distinto y claramente moderado.
Su preámbulo contenía aspectos trascendentales del liberalismo doctrinario; se negaba que la soberanía residiera exclusivamente en la nación y se afirmaba que era compartida por el Rey y por las Cortes, en cuento que representantes de la nación. Ahora eran el rey y las Cortes quienes decretaban la Constitución y no sólo las cortes como había sucedido en 1812 y 1837. De ahí que la reforma política más importante fuese la supresión de las limitaciones de los poderes del Rey y el aumento de sus prerrogativas.
Las disposiciones orgánicas del nuevo documento mantenían el bicameralismo. La modificación más trascendental afectaba al Senado, que a partir de ahora estaría compuesto por un número ilimitado de senadores elegidos libremente por el monarca, con carácter vitalicio, entre las altas jerarquías de la Iglesia, del ejército y de la nobleza. Los diputados del Congreso eran elegidos por sufragio censitario, pero sus miembros debías asegurar un nivel de renta que impedía acceder a la cámara a las clases medias y bajas.
La ley electoral reducía el número de votantes a los mayores contribuyentes de cada localidad y a un número limitado de personas de la cultura, profesionales liberales, el ejército, la Iglesia y la Administración del Estado. El texto de 1845 se convirtió en el prototipo de la ideología moderada y se mantuvo vigente casi ininterrumpidamente hasta 1869 a pesar de que durante el gobierno de Bravo Murillo (1852) se intentó reformarlo en un sentido mucho más conservador.
Tras la aprobación de la Constitución del 45, el programa de los gabinetes moderados se centró en la reorganización de la administración del Estado a distintos niveles:
La ley de Alejandro Mon y Ramón Santillán, de 23 de mayo de 1845, estaba dirigida a simplificar y racionalizar la Hacienda. El nuevo sistema fiscal se basaba en dos tipos de impuestos: directos e indirectos. Los primeros se referían a la contribución rústica y urbana, un subsidio industrial y de comercio y un impuesto personal; los indirectos eran el derecho de hipoteca y el impuesto sobre el consumo de bienes. Junto con otras medidas complementarias como la reducción de la deuda pública y la creación del Banco Español de San Fernando (futuro Banco de España), pusieron fin definitivamente a la Hacienda del Antiguo Régimen.
La ley de José Pidal, de 25 de septiembre de 1845, estaba dirigida a reestructurar la Instrucción Pública, a quitar a la Iglesia el control de la enseñanza y centralizar la educación mediante la aplicación de planes de estudio similares a todo el ámbito nacional. Sería complementada por la Ley Moyano de 1857, que estableció el sistema educativo basado en tres niveles inspirado en el modelo francés y vigente con ligeras modificaciones hasta 1970.
La Ley de Funcionarios de junio de 1852 estaba dirigida a independizar la administración pública de los vaivenes de la política y crear las bases de una burocracia moderna y eficiente. Así, los cargos públicos se proveerían por concurso de méritos y los ascensos se realizarían exclusivamente por antigüedad en el cargo.
Finalmente, se llevaron a cabo una serie de medidas que pretendían configurar un orden jurídico unitario. En este sentido, asistimos a la publicación del Código Penal de 1848 (vigente hasta 1996) y la preparación de un Código Civil que serían el antecedente del aprobado en 1889, con el que se abolirían todos los fueros, leyes, usos y costumbres anteriores.

La nueva legislación tenía por objeto la centralización del Estado. Al mismo tiempo, desde el gobierno moderado se llevaron a cabo medidas tendentes a restablecer las relaciones con la Iglesia, rotas tras la promulgación de las medidas desamortizadoras de Mendizabal. Las negociaciones concluirían con la firma del Concordato de 22 de marzo de 1851 cuyos aspectos esenciales eras los siguientes: El Estado reconocía la religión católica como única de la nación española, la prohibición de otros cultos y la dotación del culto y del clero; el derecho de la Iglesia a poseer bienes, intervenir en la enseñanza y en la censura sobre publicaciones. A cambio, la Iglesia hacía dos importantes concesiones: la aceptación de la desamortización eclesiástica ya realizada, con lo que se levantaba la condena sobre gobernantes y compradores, y la renovación del Regio Patronato de 1753 que permitía al gobierno español participar en la elección de los nuevos obispos.
Desde mayo de 1844 y hasta julio de 1854 se sucedieron los gabinetes de gobierno que respondían a dos tendencias dentro del moderantismo, conservadores y “puritanos”, algo más avanzados. Aunque con alternancias en el gobierno, hasta 1851 el verdadero hombre fuerte del régimen fue el general Ramón María Narváez. Además de la ordenación del nuevo modelo de estado, a finales de los 40 se hubo de hacer frente a insurrecciones de los progresistas radicales –inspiradas en la revolución francesa del 48- y de los carlistas. Desde 1846 se había reproducido el fenómeno carlista como consecuencia de dos circunstancias: el matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís de Borbón, en detrimento de su primo Carlos Luis (Conde de Montemolín), y la crisis económica que afectaba principalmente al campesinado catalán. Esta Segunda Guerra Carlista, conocida como guerra dels matiners (guerra de los madrugadores) a la que algunos autores no conceden el valor de una verdadera guerra civil, tuvo como ámbito fundamental Cataluña, y en mucha menor medida regiones afines al carlismo como el Maestrazgo, el País Vasco, Burgos o Extremadura. En junio del 48, Ramón Cabrera volvió a España para reorganizar el Ejército Real de Cataluña, sin demasiada fortuna. En abril de 1849 se detuvo al pretendiente Carlos VI cuando intentaba entrar en España y poco después el propio Cabrera se veía obligado a huir ante el acoso del ejército gubernamental.
Tras la caída de Narváez subió al poder Bravo Murillo en 1851. Durante este periodo España experimentó una prosperidad económica importante gracias a una serie de ministros tecnócratas que pusieron en práctica planes de construcción de ferrocarriles, carreteras y puertos, construcciones de escuelas y hospitales, etc. Al mismo tiempo se acentuaba la crisis del régimen moderado.
El objetivo político del nuevo gobierno era someter definitivamente a las Cortes a favor del ejecutivo. Para lograrlo pretendía una reforma constitucional que permitía a este gobernar por decreto y suspender indefinidamente aquellas, celebrar sesiones parlamentarias a puerta cerrada o reducir el sufragio a los 150 mayores contribuyentes de cada provincia. La amplia oposición al proyecto autoritario de Bravo provocó su dimisión en diciembre de 1852.
La incapacidad para conseguir un consenso político dentro del moderantismo agudizó la inestabilidad del régimen, las injerencias de la corona y el recurso de la represión. Esta descomposición interna abrió el camino para la crisis de julio e 1854 que puso fin a la década moderada e inauguraba el bienio progresista.
EL BIENIO PROGRESISTA Y LA VUELTA AL MODERANTISMO. EL TERRITORIO DE CASTILLA-LA MANCHA CON ISABEL II.
El bienio progresista (1854-56).
La revolución de 1854 fue producto de la confluencia de tres acontecimientos: un pronunciamiento militar moderado, la actividad insurreccional de progresistas y demócratas y una amplia movilización popular.
El 28 de julio del 54 una facción del ejército encabezada por el general moderado Leopoldo O´Donnell se pronunció en Vicálvaro. El fracaso inicial de la acción le obligó a retirarse hacia Andalucía; en Manzanares se le une el general Serrano y ambos deciden dar una proyección social y política más amplia mediante la publicación de un manifiesto (7 de julio) redactado por el joven abogado malagueño Antonio Cánovas del Castillo.
El Manifiesto fue concebido como una oferta de cambio y como un vehículo de control político del mismo. Garantizaba el respeto al trono, reivindicaba la legalidad constitucional, la rebaja de impuestos, la remodelación de la ley electoral y de imprenta, la restauración de la Milicia Nacional y la descentralización de los poderes locales. Y terminaba haciendo un llamamiento a la formación de juntas locales frente a la autoridad del gobierno.
Desde su difusión, las agitaciones populares proliferaron por toda España, de modo que el alzamiento militar moderado quedó desbordado y convertido en un movimiento popular de inspiración progresista, democrática y republicana. La extensión e intensidad del mismo propició la formación de una curiosa coalición entre moderados puritanos (a los que pertenecía O´Donnell), los progresistas y los sectores menos exaltados del partido demócrata, con el objetivo de encauzar la revolución y forzar la voluntad de la corona. A la vista de los acontecimientos, Isabel II decidió entregar el poder a la principal figura del progresismo: el retirado general Espartero, mientras O´Donnell se hacía con el ministerio de la Guerra. Comenzaba así el nuevo régimen progresista bajo la tutela de “los dos cónsules” como popularmente se tildó la combinación de los dos generales.
El cambio de régimen supuso la puesta en práctica de medidas genuinamente liberales. La principal, la reforma del texto constitucional que al final no llego a ser promulgada: la Constitución non nata de 1856, que reflejaba como ninguna otra el ideario progresista: soberanía nacional, limitación del los poderes de la Corona y reconopcimiento de los derechos del individuo. Además, se reformaba el Senado según los criterios del 37; se reconocía la libertad de imprenta, la Milicia Nacional y la descentralización y democratización de los ayuntamientos. En el espinoso tema de las relaciones con la Iglesia, se mantenía y protegía la religión católica, pero se toleraban las opiniones privadas.
Más eficaces que la Constitución –no aprobada- fueron las medidas económicas del Bienio, quizá porque si el liberalismo se encontraba dividido en sus concepciones políticas, se mostraba unido sobre la necesidad de favorecer una reorientación del desarrollo económico eliminando las últimas trabas para la libre circulación de bienes y capitales.
A estos objetivos respondieron la desamortización general del ministro de Hacienda, Pascual Madoz, y una serie de leyes económicas para atraer capitales extranjeros, relanzar la actividad crediticia de los bancos y fomentar el ferrocarril: Ley de ferrocarriles de 1855, Ley bancaria de 1856 y creación del Banco de España ese mismo año, aunque ya bajo gobierno moderado.
La ley de 1 de mayo de 1855 venía a ser la culminación de un proceso que había contado con el precedente inmediato de los decretos de Juan Álvarez Mendizabal unos años antes. Pascual Madoz extendió la desamortización a todos los bienes de propiedad colectiva: los bienes propios (que proporcionaban rentas al Concejo) y de instrucción pública (utilizados por los vecinos sin proporcionar renta) y de beneficencia. Por ello se le conoce erróneamente como la desamortización civil, lo que no quiere decir que no afectara también a las pertenencias eclesiásticas que no habían sido vendidas en la etapa anterior (de hecho se produjo una nueva ruptura con la Santa Sede), de ahí el más correcto nombre de desamortización general.
El procedimiento utilizado para las ventas fue una copia del de Mendizabal, sin embargo, había dos diferencias importantes: una se refería al destino del dinero recaudado que sería dedicado esencialmente a la industrialización del país y en menor medida al saneamiento de la Hacienda); la segunda estaba en la propiedad de dicho dinero, que no sería del Estado sino de los ayuntamientos; aquel se convertía en el custodio de los fondos, utilizándolos en beneficio de éstos.
En este proceso, la burguesía con dinero fue de nuevo la gran beneficiaria, aunque la participación de los pequeños propietarios de los pueblos fue más elevada que en la anterior. Sin embargo, la enajenación de propiedades municipales trajo consigo el empeoramiento de las condiciones de vida del pequeño campesinado, privado ahora del uso de las viejas tierras del Concejo y la aparición de un proletariado agrícola, campesinos desheredados sometidos a duras condiciones de vida y al trabajo estacional. Debido a esto, no serán infrecuentes los motines en el campo.
El ocaso del Bienio estuvo motivado por varias causas: la creciente conflictividad social y política, la hostilidad de la corona y de los círculos moderados, la heterogeneidad de la coalición gobernante y la quiebra del progresismo. La escusa fue la enésima crisis ministerial en este caso por el enfrentamiento entre el ministro de la guerra, O´Donnell, y el de la Gobernación, Patricio de la Escosura, en torno al desarme de la Milicia Nacional, cada vez más poderosa. El apoyo de la corona al general provocó la dimisión de Escosura y del propio Espartero. O´Donnell se hacía con el poder el 14 de julio de 1856, declarando el estado de sitio y reprimiendo las revueltas que inmediatamente habían estallado en Madrid y Barcelona.
La vuelta al moderantismo (1856-68).
Durante los tres meses que se mantuvo O´Donnell en el poder (julio a octubre del 56) el gobierno tuvo que atender a la pacificación del país. Al mismo tiempo, el general intentó recabar apoyos entre progresistas y moderados. Para contentar a los primeros se anunció la reforma de la Milicia Nacional y se prometió seguir adelante con el proceso desamortizador; para atraerse a los moderados, se restableció la Constitución de 1845 a la que se añadió un Acta Adicional que ampliaba las libertades respecto al texto moderado.
No obstante, la reina optó por opciones más conservadoras, relevando a O´Donnell del cargo y sustituyéndolo nuevamente por Narváez quien permaneció en el poder un año completo. De la gestión de estos doce meses lo más destacable es la Ley de Instrucción Pública (Ley Moyano); por lo demás, se sucedieron las revueltas campesinas, favorecidas por la crisis económica, y volvieron a surgir divisiones en el seno moderado que favorecieron la salida de Narváez. Le sucedieron los ejecutivos de Armero (octubre del 57) e Istúriz (enero del 58), incapaces de lograr una mayoría parlamentaria. Finalmente, Isabel II volvió a nombrar primer ministro a O´Donnell (julio del 58) para conseguir una cierta estabilidad política. La misma se basaba en la formación de un nuevo partido: la Unión Liberal, cuyos rasgos principales eran la tolerancia y el eclecticismo. El embrión de la Unión estuvo en el liberalismo puritano, alejado del giro de los más moderados e inspirado por un gran pacto monárquico-constitucional frente a los demócratas y republicanos. La idea era defendida por Antonio Cánovas del Castillo y un grupo afín de diputados en las Cortes Constituyentes de 1854-56 y constituía la respuesta a la imposibilidad de volver a los postulados de la Década Moderada, y en aras a la estabilidad política y el desarrollo económico.
Su programa de gobierno respondió a una triple idea:
- Aislar políticamente los sectores más reaccionarios del régimen anterior.
- Ofrecer vías de participación política al progresismo.
- Estabilizar el régimen liberal en su fórmula censitaria y constitucional.
Para poner en práctica estas ideas, la Unión Liberal intentó convertirse en partido único y para conseguirlo no dudaron en manipular los resultados electorales, dando lugar a un sistema de corrupción electoral que superó todo lo conocido anteriormente y constituyó el precedente inmediato del caciquismo de la Restauración. A pesar de ello, el gobierno de la Unión coincidió con un periodo de expansión económica sin precedentes en la historia de España. A ello contribuyó la recuperación de la ley de desamortización de Madoz, la liberalización del mercado y la propiedad y del subsuelo, mediante la Ley Hipotecaria de 1858 y la Ley de Minas de 1859 respectivamente, y la ambiciosa política estatal en obras públicas, transportes y comunicaciones.
La política de estabilización interna estaba ligada también a una política de prestigio en el exterior, coincidiendo con el fenómeno del imperialismo europeo. En este contexto deben situarse la expedición franco-española a Conchinchina (1857-62), la guerra de Marruecos (1859-60), la colaboración junto a Francia e Inglaterra en la intervención militar a México (1861-62), la anexión efímera de Santo Domingo (1861-65) y la guerra del Pacífico (1863-66).
Los objetivos de prestigio y popularidad del régimen se alcanzaron sólo relativamente. Es cierto que desde la guerra de Independencia España no había conocido un clima de exaltación patriótica semejante, pero la limitación de los recursos, la carencia de un programa definido en el campo de las relaciones internacionales y la unidad liberal sobrepuesta a la realidad plural del estado impidieron la consecución de logros más ambiciosos y duraderos.
A pesar de su nombre, la Unión Liberal no consiguió nunca aglutinar a las opciones políticas del liberalismo más conservador y progresista. Además, su práctica política negaba la alternancia y el libre juego de las opciones existentes. Por si fuera poco, la escasa sensibilidad social del régimen se puso de manifiesto durante las sublevaciones campesinas –en especial la de Loja (Granada), en 1861- que fueron duramente reprimidas.
El final del reinado de Isabel II.
A finales de 1862 el gobierno de la Unión Liberal empezaba a estar desacreditado. Los progresistas, convencidos de que el sistema electoral les impedía acceder al poder y los moderados, empeñados en volver a posiciones cada vez más conservadoras. En marzo de 1863 O´Donnell presentó su dimisión y, tras una breve transición, volvió al gobierno el general Narváez (septiembre de 1864), imponiendo una política conservadora y represiva que contribuyó a acentuar la crisis política y social, ya de por sí deteriorada por la grave crisis económica generada por la paralización de las inversiones extranjeras en el ferrocarril, la caída en picado de la industria textil catalana como consecuencia de la Guerra de Secesión estadounidense (bloqueo a la importación de algodón) y el derrumbamiento de las bolsas europeas.
A finales de 1864 la crisis llegó a la universidad, donde distintos profesores de inspiración krausista –aperturistas y anticlericales- criticaban la actuación del gobierno lo que se tradujo en la expulsión de algunos de ellos de sus cátedras. La manifestación estudiantil celebrada la noche del 10 de abril de 1865 terminó con una represión que causó nueve muertos y cerca de un centenar de heridos y fue bautizada como La matanza de la noche de San Daniel. Tras ello las protestas se generalizaron y la reina hubo de llamar nuevamente a O´Donnell para pacificar la situación en sustitución de Narváez. Sin embargo, el clima de agitación fue “in crescendo”. En enero de 1866 se produjo un intento de pronunciamiento del general progresista Juan Prim en Villarejo de Salvanes y el 22 de julio se sublevaron los sargentos del cuartel de San Gil. El cuartel fue tomado al asalto, muriendo sesenta soldados a los que se añadirían otros sesenta y seis fusilados por rebelión y cientos de heridos y deportados. A tan dura represalia se sucedió una ola de protestas por todo el país. La respuesta real fue devolver al gobierno a Narváez, quien impuso una durísima represión: suspendiendo las Cortes, cerrando los periódicos y persiguiendo a cualquier opositor.
Bajo estas circunstancias, progresistas, demócratas y republicanos se reunieron en la ciudad belga de Ostende en agosto de 1866. Allí firmaron un pacto cuyo objetivo principal era derrocar a la reina Isabel, a quien se consideraba responsable de la situación, y la convocatoria de una Cortes constituyentes por sufragio universal. Tras la muerte de O´Donnell en 1867, la propia Unión Liberal se sumó al pacto, aislando definitivamente a los conservadores y a la reina.
El territorio de Castilla-La Mancha con Isabel II.
La guerra carlista en Castilla-la Mancha.
Aunque los principales escenarios de la I guerra carlista fueron, como hemos visto, el País Vasco y Cataluña, en Castilla La Mancha se hicieron notar igualmente sus efectos. El pretendiente Don Carlos, fue proclamado como rey de España (Carlos V) por la facción absolutista de Talavera en octubre de 1833, hecho que se considera como el inicio de esta guerra. A partir de entonces varias partidas carlistas atacaron La Mancha y los Montes de Toledo, reforzadas muchas veces por agrupaciones procedentes del norte. La expedición más famosa fue la protagonizada por Don Carlos en 1837, que recorrió varias zonas de Cuenca sin lograr entrar en Madrid.
Otros jefes carlistas, como Cabrera, Gómez, Forcadell, y Santés amenazaron amplias zonas de Guadalajara, Cuenca y Albacete hasta el final de la guerra. En la mayoría de los casos las partidas carlistas se comportaban como guerrilleros, y no superaban los doscientos hombres. Su llegada provocaba el pánico, la huída precipitada de las autoridades a lugares seguros, la sustracción de caudales de los ayuntamientos y particulares, y la captura de rehenes. Un ejemplo fue la marcha de las autoridades locales de Albacete al vecino castillo de Las Peñas de San Pedro durante la entrada en dicha localidad de las partidas de Gómez y de Cabrera en 1836. Este último incendió varios edificios, y además impuso un tributo a la población.
El bando carlista fue apoyado por el clero y parte del campesinado de los territorios de las órdenes militares, ya que no aprobaban las reformas que los liberales estaban haciendo a favor de los burgueses.

La reorganización administrativa en Castilla-La Mancha.
El gobierno de Ceán Bermúdez, bajo la orientación del ministro Javier de Burgos, aprobó la reorganización del territorio del país para adecuarlo a los nuevos tiempos. Ello abarcó varios objetivos, entre los que destacamos:
1. Nueva división provincial. Por decreto del 30-11-1833, se dividió el territorio en 47 provincias, manteniéndose así con leves modificaciones durante casi siglo y medio. En Castilla La Mancha, las nuevas directrices se plasmaron en la creación de dos provincias: la de Ciudad Real con la desaparición de la antigua provincia de La Mancha; y la de Albacete, integrada por tierras de Murcia (Chinchilla, Hellín, parte de la Sierra del Segura), Cuenca (pueblos de San Clemente), y La Mancha (zona de Alcaraz). Igualmente, parte del territorio de Cuenca y Toledo pasarían a Guadalajara. En posteriores divisiones, los municipios de Villena pasarían a la provincia de Alicante (1836), el de Requena a Valencia (1851), mientras que zonas de Ayora se integraría en la comarca de Almansa en 1837, al igual que Villarrobledo, que fue desgajado de Ciudad Real para integrarse en el partido judicial de La Roda (1846).
2. Creación por Mendizábal en 1835 de los Gobernadores Civiles o máximos representantes del Gobierno en las provincias; y de las Diputaciones Provinciales, controladas por el gobernador civil e integradas por representantes de cada partido judicial en que se dividía cada provincia. Con ello se iniciaba la configuración de las futuras instituciones provinciales a nivel territorial.
3. Establecimiento de la Audiencia Territorial en Albacete, decretada por Real Orden del 26-1-1837, con el objetivo de establecer una nueva división de los tribunales de justicia. La ubicación de la Audiencia derivó de la posición de Albacete en un cruce de caminos entre Madrid, Levante y Andalucía. Su radio de acción abarcó la propia provincia y a las de Ciudad Real, Cuenca y Murcia. Esta última se sintió discriminada y luchó durante largo tiempo por cambiar esta decisión gubernamental.

Las desamortizaciones en Castilla-La Mancha.
La desamortización de Mendizábal (1836-1837), centrada en la abolición de régimen señorial y en el cierre de monasterios para vender sus bienes con el fin de amortizar la deuda pública, fue completada por la promulgada por Espartero (1841-1843), y posteriormente por la desamortización civil de Madoz (1855).
La de Mendizábal se centró en la provincia de Toledo, donde el clero poseía el 6,78% de los bienes de la nación. En total, y hasta 1845 lo vendido en las cinco provincias alcanzó los 256 millones de reales, correspondiendo 181 millones sólo a la provincia de Toledo. Sin embargo, Guadalajara fue la provincia con el mayor número de fincas vendidas, lo cual se explica por su menor tamaño y el gran número de sus parcelas.
Los compradores fueron labradores acomodados, industriales y comerciantes, pero sobre todo grandes propietarios, y algún personaje influyente absentista con domicilio generalmente en Madrid, como el marqués de Salamanca, que fue la persona que más bienes civiles adquirió en el municipio de Albacete.
La desamortización de Madoz se centró en los bienes municipales. Entre 1855 y 1867 Toledo y Guadalajara fueron dos de las siete primeras provincias españolas en cuanto a volumen de ventas. A partir de entonces se consolidó la nueva clase burguesa, terrateniente y con poder político, a costa de que pequeños campesinos se convirtieran en simples jornaleros sin tierras, o sin derechos sobre las que cultivaban desde siempre.
Economía y población en Castilla-La Mancha.
Entre 1834 y 1877 se registró el mayor incremento de la población de todo el siglo XIX, todo ello a pesar de la incidencia de las epidemias de cólera de los años 1834, 1854-1855, 1859-1860, y 1865, cuya mortalidad no superó el 4%.
En estos años, el mayor despoblamiento se registró en las provincias de Cuenca y Ciudad Real; en esta última se contaba la densidad más baja de España, tan sólo 12 hab/km2. Mientras, Toledo, Guadalajara y Albacete crecieron por debajo de la media nacional.
La coyuntura agraria resultó muy beneficiosa entre los años 1830 y 1860, llevando a buenas cosechas y aumentando la exportación de granos, especialmente en la década de 1850. Sin embargo, la carencia de un mercado realmente nacional provocaba problemas de abastecimiento y crisis de subsistencia en años de malas cosechas, como sucedió en 1857. Ese año el precio del trigo subió en Ciudad Real un 141%. Pero la más grave tuvo lugar en 1868, porque a ella se unieron los efectos de la epidemia de cólera de 1865 y la crisis financiera de 1866. Las fuertes subidas del cereal por encima del 100% convivieron con el estancamiento de los salarios y la subida del paro; así, en la Cuenca de 1868 había más de 64.000 braceros sin trabajo. La inestabilidad social y económica no tardaría en unirse a la política con la revolución de ese mismo año.
Por otro lado, los liberales habían abolido los gremios y favorecieron la libertad de industria, pero en el interior de Castilla el desarrollo industrial todavía en esta época no pasaba de ser buenas intenciones. Con todo, en las antiguas Castilla la Nueva y La Mancha prefirieron invertir en la construcción de ferrocarriles que en industrias, atraídos por lo que en un principio pareció un buen negocio.
Los capitales extranjeros compraron minas como la de Almadén, comprada por la empresa Rothschild en 1847, y además invirtieron en los ferrocarriles españoles puesto que no existían inversiones nacionales. Así, la compañía MZA (Madrid-Zaragoza y Alicante), formada entre otros por Rothschild, Pereira y el marqués de Salamanca, ya había construido en 1851 en la región el tramo de Madrid a Aranjuez, continuándolo hacia Almansa, Alcázar de San Juan, Albacete, Toledo y Guadalajara hasta 1859.
 

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